Por José Aylwin Oyarzún, abogado e integrante de la Coordinación de la Plataforma de Sociedad Civil Chilena de Derechos Humanos y Empresas
Lejos de estar involucrados en estrategias de empresas del exterior, competidoras con las empresas chilenas, desde la sociedad civil aspiramos a que la actividad empresarial en Chile resulte consistente con los derechos humanos y el medio ambiente, hoy tan deteriorados por su actividad en nuestro país.
Diversos hechos acaecidos en los últimos meses dan cuenta de una ofensiva del sector empresarial en contra de las personas y las organizaciones defensoras de derechos humanos en Chile.
Un hecho emblemático en este sentido fue la acción disruptiva protagonizada por personeros vinculados a la industria salmonera, acompañados por sus trabajadores, afines a sus intereses, en una actividad en que una organización de sociedad civil visibilizó el incumplimiento de estándares laborales por empresas del sector.
A ello se agregan diversas columnas y artículos de opinión en los medios, afines a sus intereses, (El Mercurio, 27 de Noviembre de 2024; Ex Ante, 24 Octubre 2024, entre otras) en los que se denuncia el financiamiento otorgado por entidades de cooperación internacional a organizaciones defensoras de derechos humanos, cuya labor estiman lesivas a sus intereses. En dichos artículos se cuestiona la acción de estas organizaciones insinuando que los financiamientos que reciben podrían provenir de “empresas competidoras directas del mercado chileno”, proponiéndose el establecimiento de mecanismos para su fiscalización por el Estado.
La ofensiva empresarial en este sentido no es nueva. Ya en el 2022 representantes de las empresas del salmón, en una acción orquestada con sus trabajadores, irrumpieron de manera violenta en una actividad de la sociedad civil en Quellón, destinada a informar a la comunidad de los hallazgos de un informe de evaluación de impactos de esta industria en derechos humanos y ambientales, informe elaborado por, entre otros, el Instituto Nacional de Derechos Humanos.
Evidentemente preocupados por la visibilización de los impactos de las empresas en los derechos humanos, un grupo de diputados, afines a sus intereses, presentó el 2023 un proyecto de ley que “establece la obligación de las organizaciones no gubernamentales de trasparentar sus ingresos y mecanismos de financiamiento” (Boletín Nº 15.643-06) . Entre los objetivos de dicho proyecto se considera el “de prevenir y fiscalizar de mejor manera eventuales situaciones irregulares, como, por ejemplo, conflictos de interés, encubrimiento de actividades ilícitas, tráfico de influencia, entre otras”.
Sin poner en duda la necesidad de la trasparencia de toda iniciativa humana que involucre recursos financieros, cualquiera sea el sector del que provenga, la ofensiva empresarial aquí referida resulta además de contradictoria, preocupante.
Contradictoria, toda vez que proviene de un sector que, lejos de haber sido adalid de la trasparencia, ha estado involucrado en el pasado, y en no pocos casos hasta la fecha, en estrategias ilícitas, mas cercanas a la oscuridad que a la luz. No podemos olvidar la forma en que muchos de los conglomerados empresariales hoy dominantes en el país, entre ellos los forestales y los mineros, se apropiaron hace algunas décadas de las empresas del Estado a través de mecanismos carentes de toda transparencia, como lo demuestra tan nítidamente el libro “Complicidad económica con la dictadura chilena. Un país desigual a la fuerza” (Bohoslavsky y otros eds., Lom, 2019).
Tampoco podemos olvidar el financiamiento ilegal de la política que involucró a altos directivos de SQM, en una estrategia evidentemente orientada a lograr lo que hoy internacionalmente se conoce como “captura corporativa” de los órganos del Estado a objeto de lograr beneficios de parte de quienes lo integran.
A ello se agregan los pagos que la empresa Corpesca hizo años atrás al ex senador Orpis, condenado por la justicia por ello, en el contexto de la tramitación hoy anulada Ley de Pesca.
Para quienes tengan mala memoria, y no recuerden estos hechos, se debe dar cuenta de conductas empresariales más recientes en el tiempo, igualmente lejanas a la probidad y a la transparencia, como lo son los cobros discriminatorios realizados por las ISAPRES a sus afiliados en razón del género y la edad, hechos también condenados por la justicia, o la producción por empresas de salmonicultura de volúmenes superiores a los autorizados por la autoridad, o los beneficios tributarios obtenidos por una empresa del mismo rubro utilizando información falsa, hechos estos últimos que han derivado en acciones judiciales por parte del Consejo de Defensa del Estado.
Más allá de las evidentes contradicciones éticas del mundo de la empresa, quienes a través de sus representantes en el parlamento o a través de la prensa abogan por sus intereses e impulsan esta ofensiva en contra de las organizaciones defensoras de derechos humanos, resulta preocupante el desconocimiento, o falta de comprensión en ellas existente, respecto al rol que dichas organizaciones cumplen en una sociedad democrática, así como sobre la obligación del Estado no solo de proteger su accionar, sino también de promoverlas.
En efecto, Chile es parte de diversos instrumentos internacionales que establecen directrices sobre la materia que se deben tener presente. El primero de ellos es la Declaración sobre los defensores de los derechos humanos adoptada por la Asamblea General en 1998, con el voto favorable de Chile.
Dicha Declaración identifica a los defensores de los derechos humanos como individuos o grupos que actúan para promover, proteger o luchar por la protección y realización de los derechos humanos y las libertades fundamentales por medios pacíficos, reconociendo el papel clave que estos tienen en la realización de los derechos humanos consagrados en los tratados jurídicamente vinculantes y en el sistema internacional en general.
La Declaración además establece la responsabilidad de los estados de proporcionar apoyo a los defensores de los derechos humanos, tanto individuales como a través de organizaciones, garantizando su protección frente a toda violencia, amenaza, represalia, discriminación negativa, presión o cualquier otra acción arbitraria en el ejercicio de su labor.
A ella se agrega el más reciente Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como Acuerdo de Escazú de 2018, ratificado por Chile. Dicho acuerdo, junto con valorar el rol de los defensores de derechos ambientales, muchas veces afectados por la industria extractiva hoy prevalente en Chile, contiene disposiciones específicas para la protección de su labor.
Así en su artículo 9 establece la obligación de los estados partes de garantizar “…un entorno seguro y propicio en el que las personas, grupos y organizaciones que promueven y defienden los derechos humanos en asuntos ambientales puedan actuar sin amenazas, restricciones e inseguridad”. El mismo artículo agrega que los estados deben tomar las “medidas apropiadas, efectivas y oportunas para prevenir, investigar y sancionar ataques, amenazas o intimidaciones que los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales puedan sufrir en el ejercicio de los derechos contemplados en el presente Acuerdo”.
Resulta paradójico que los representantes del mundo empresarial en Chile, defensores de la libertad, en particular en el plano económico, propongan utilizar en contra de las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos y ambientales en Chile herramientas de control de organizaciones de derechos humanos, similares a las adoptadas por los gobiernos autoritarios que denostan, como el de Maduro en Venezuela, el de Ortega en Nicaragua, o el de Putin en Rusia.
Dichos gobiernos no solo han aprobado normas para impedir la recepción de financiamiento exterior por parte de estas organizaciones, sino que han perseguido sistemáticamente a sus integrantes con la cárcel, la expulsión e incluso la muerte, haciendo imposible su labor.
Es de esperar que en Chile no lleguemos a ello, y que no solo el Estado, sino también las empresas comprendan, acepten y alienten el rol que corresponde a sociedad civil en la promoción y defensa de derechos humanos.
Lejos de estar involucrados en estrategias de empresas del exterior, competidoras con las empresas chilenas, desde la sociedad civil aspiramos a que la actividad empresarial en Chile resulte consistente con los derechos humanos y el medio ambiente, hoy tan deteriorados por su actividad en nuestro país. Y que los beneficios de la actividad económica que ellas impulsan sean distribuidos equitativamente y no de manera tan desigual como lamentablemente ocurre hoy. Que se generen mecanismos, como aquellos existentes en las legislaciones europeas, sobre debida diligencia corporativa, para hacer efectiva su responsabilidad cuando estas vulneren los derechos humanos.
¿Es ello mucho pedir para un país de desarrollo medio alto, del que tanto se precia el empresariado chileno? Definitivamente consideramos que no lo es.